A los 80 años, Juan Rusinek, ingeniero industrial, empresario y profesor, falleció en Brasil, quien impulsó en el país el aceite de canola en que se produce en el departamento Gualeguaychú.
“Su vida merece un libro”, dicen quienes lo conocieron. Un gran dolor causó en la comunidad empresarial y educativa la inesperada muerte del ingeniero industrial, productor agropecuario y docente, Juan Rusinek a los 80 años. El desencadenante fue un virus en el agua contraído en las playas de Guarujá, a unos 100 kilómetros de San Pablo, en Brasil, donde residía desde hace tiempo atrás.
Nacido el 17 de abril de 1944, Rusinek trabajaba actualmente en la Maestría en Administración de la Escuela de Negocios y Administración Pública de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Como profesor de la cátedra de Operaciones, siempre le interesó el sector agropecuario. Por eso, luego de recibirse de ingeniero, hizo un MBA (Máster en Business Administration) en Estados Unidos para después realizar un posgrado de agronegocios. Este ingeniero industrial devenido en productor continuamente recordaba que la clave para incursionar en el campo era “sumar capacitación y certificación”.
Pero fue luego de vender su empresa de productos químicos en Brasil a una compañía multinacional cuando decidió dedicarse de lleno a la actividad agropecuaria en la Argentina. Así, en la Estancia La Santa María, de 1300 hectáreas en Entre Ríos, Rusinek comenzó a diversificar la mítica producción agricolo-ganadera para encontrar en otras actividades su complementariedad adecuada: la apicultura, helicicultura y el cultivo de colza, poco comunes en la zona, generaron un sistema de producción integrada casi perfecta.
Su labor en la industria en el país y en el extranjero lo ayudaron a entender aquellas cuestiones fundamentales para que el negocio sea rentable: buscar la máxima ganancia por unidad productiva y tener éxito más allá de una coyuntura de precios favorables.
Comenzó por una rotación de cereales y pasturas ganaderas y también con las colmenas que hacían su propio aporte para el equilibrio del sistema. Si bien el proyecto de los caracoles no prosperó y quedó atrás enseguida, fueron estos pequeños animales los que lo inspiraron a producir canola, una variedad canadiense mejorada de la colza.
“No teníamos con qué alimentar a los caracoles en el invierno y descubrimos que podíamos darles colza, cuyas semillas también servían para hacer aceite. Así empezamos”, decía tiempo atrás el empresario dueño de Amerika 2001.
Junto a Raquel Sastre, su compañera de vida por más de 44 años y también profesora, viajó a Polonia, la tierra de sus ancestros y el país con más historia en la producción de este aceite, para traer una tecnología de extracción de aceite de primera prensada en frío del cual se obtiene un aceite totalmente virgen.
“Todas las producciones fueron alternativas en algún momento. La soja lo fue hace 15 años y el trigo igual, cuando se producían ovejas. Hay que estar atento porque las opciones productivas son infinitas y siempre pueden encerrar buenas oportunidades de negocio para los productores”, agregaba. Luego comenzaría la dura tarea de promocionar y difundir las propiedades de su aceite, cuyo nombre comercial es Krol. Fuimos a congresos médicos para estar finalmente expuestos en las góndolas de los supermercados. Logramos estar en todos los súper en cinco meses, un récord. Ser los únicos fabricantes del producto fue una ventaja”, celebraba.
Por este logro, fue galardonado con el Premio Oro LA NACION-Banco Galicia a la Excelencia Agropecuaria 2010, con su la firma Amerika 2001. Previamente, Rusinek también recibió el premio a la Mejor Industria Agroalimentaria del año. “Este premio es un reconocimiento al esfuerzo de todo un equipo de personas. Es una gran alegría y muy bueno recibir un premio cuando por otro lado hay muchas dificultades. Y es un incentivo muy importante para seguir trabajando en la mejora de la calidad, que es siempre nuestra meta”, se emocionaba Rusinek al recibir el premio.
Según cuenta Sastre, desde un comienzo hasta la actualidad, la vida del matrimonio fue muy itinerante, plagada de viajes por el mundo en búsqueda de nuevas alternativas productivas. “Vivíamos entre la Argentina Brasil y España y a eso le sumábamos muchos viajes. Y, cuando vendimos una industria que teníamos, decidió dedicarse personalmente a la explotación agropecuaria en el campo de Entre Ríos que ya teníamos. Fue así, ampliando las actividades hasta que desarrolló el aceite de canola”, dice
Todo comenzó en el 2001, cuando Rusinek decidió volcarse hacia la producción de caracoles que en la Argentina se puso de moda porque en Europa prohibieron la recolección silvestre de los caracoles y países como España, Francia e Italia consumen muchos caracoles. “Surgió la posibilidad de ser criados en cautiverio y Juan implantó un sistema donde se criaban estos caracoles. Se llegó a ser una exportación a Barcelona pero luego el problema fue que no se reproducían. Pero, gracias a eso nació la canola para poder alimentar a los caracoles. Y ese sí fue un proyecto con éxito. Ahora, Juan estaba importando de Polonia una nueva tecnología para la apicultura y aumentar así la polinización en los campos. Era un negocio nuevo que había desarrollado para esta campaña”, agrega.
La docencia es algo que siempre le gustó y lo hacía con mucho cariño y dedicación y recibía también mucho afecto de sus alumnos y colegas. Con gran pesar, Catalino Nuñez, director general de la Escuela de Negocios y Administración Pública, lo recuerda con emoción. “Desde el 2002 hasta ahora, que Juan era profesor. Me reuní con él en las Fiestas para planificar las clases para este 2025 que las hacía de manera virtual y nos sacamos una foto. Era una persona muy aplicada y que trabajaba en equipo. Tenía una metodología muy actualizada. Utilizaba un libro llamado La Meta, que cuenta la historia de los procesos y la mejora continua en las industrias. Como era un empresario muy dinámico, trabajaba con los alumnos de una manera muy interesante. Hoy, un alumno me decía que fue unos de los mejores profesores que tuvo. Por su gran profesionalismo y su don humano, su vida merece un libro. Lo vamos a extrañar, porque era de esos profesores destacados con gran experiencia y que hacía su trabajo con mucha pasión”, destaca.
Más allá de su relación personal, para Sastre, Rusinek fue una ser humano “único y extraordinario”, que siempre se mantuvo activo, con muchas inquietudes e ideas. “Nunca dejó de soñar. Siempre trataba de hacer florecer sus proyectos con una facilidad que pocas personas tienen. Un profesional inigualable que buscaba transmitir su conocimiento y experiencias con sus alumnos. Le encantaba contar las cosas que hacía y compartir sus vivencias”, finaliza la docente.
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