

JAURÍA DE ALMAS
A la querida memoria de Patricio Munilla
Pronto, cuando muera, y deba
─ante el alto tribunal del cielo─
aportar testimonio sobre mi buen desempeño aquí, en el suelo,
no llamaré abogados en mi defensa,
ni alumnos leales, parientes o un amigo,
pues caerá sobre ellos la sospecha
de alguna transa, un soborno, una devolución de gauchadas…
Llamaré, eso sí, a mis perros como testigos.
Todos ellos, los que ahora tengo y los muchos que tuve.
Llamaré a cada uno por su nombre,
¡ojalá la memoria sea tan fiel como ellos!
¿Responderán a mi voz?
¿Reconocerán al viejo humano
que alguna vez los amparó y les dio de comer?
¿Reconocerán mi esencia, me pregunto,
seguiré “siendo” su amo, ya difunto?
¿Lamerán mi cara, competirán por mis caricias,
llenarán el sacrosanto Paraíso con ladridos?
¿Traerán es sus bocas pelotas de nube para invitarme a jugar?
Si mis perros vinieran hacia mí,
contentos de verme,
entonces, será prueba suficiente de que mis manos siempre
se inclinaron más hacia el lado de la caricia que del golpe
y que fui piadoso y amable con los más débiles.
Mis pequeños pecados serán perdonados
y la muerte ya no será muerte, triste y aborrecida,
sino un recreo con risas y rabos enloquecidos en el Jardín de las Delicias.
Ya saben, no pediré un abogado, un hermano, un amigo.
Llamaré a mis perros tan queridos,
los que son y…
los que han sido.
*José Luis Pereyra