COLUMNA

27 de Abril de 2025

Adiós, Papa Francisco: el amor no termina con la muerte

Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo

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Hemos vivido una semana intensa, de esas que dejan huella en la historia y en el corazón. Desde que supimos el lunes temprano, que el Papa Francisco había fallecido, el mundo se detuvo un instante. Silencio, lágrimas, oraciones. Y luego, como una oleada imparable, comenzaron a brotar los recuerdos, las evocaciones, los homenajes. Porque Francisco no fue solo un Papa: fue un hermano cercano, un pastor con olor a oveja, un testigo coherente del Evangelio, un hombre que supo abrazar al mundo entero con sencillez, profundidad y ternura.

En cada rincón del planeta se han compartido anécdotas inolvidables. Algunos recordaron su sonrisa bajo la lluvia, su saludo espontáneo a un niño que subía al papamóvil, su valentía para hablar con firmeza a los poderosos, su oración silenciosa en Auschwitz, su gesto de arrodillarse para pedir perdón. Otros contaron cómo una carta suya cambió el rumbo de una comunidad, cómo su llamada telefónica inesperada iluminó una noche oscura, cómo sus palabras los empujaron a volver a confiar en Dios y en la Iglesia. Lo cierto es que nadie quedó indiferente: Francisco tocó el alma de creyentes y no creyentes con la fuerza de su autenticidad.

En medio de esta despedida, la imagen del ataúd cerrado ha quedado grabada en millones de miradas. Un cajón de madera sencillo, como él quiso. Se cerró el cajón, sí, pero eso no es el final, ni el suyo ni el nuestro.

El Evangelio de este domingo viene a confirmarlo de una manera luminosa. Jesús, después de su muerte, se presenta ante sus discípulos con las puertas cerradas por el miedo. Y lo hace mostrándoles sus llagas glorificadas, como diciendo: "Aquí estoy, soy yo, el Crucificado que vive". Las llagas de Francisco —su edad, su debilidad física, sus noches de insomnio, sus lágrimas ante el dolor del mundo— también han quedado glorificadas en la memoria de todos nosotros.

Hoy lloramos su partida y con razón. Vamos a extrañar su voz inconfundible en el balcón del Vaticano, sus gestos de afecto a los más pobres, su risa cómplice, sus frases directas que no buscaban agradar sino despertar. Nos hará falta su presencia de abuelo sabio, su oración constante por la paz, su valentía para iniciar reformas, su manera de mirar a todos con bondad sin perder la firmeza de sus convicciones.

Francisco nos ha dejado una herencia inmensa. Su magisterio, claro y profético, seguirá guiando a la Iglesia en temas claves como la ecología integral, la sinodalidad, la opción preferencial por los pobres, la misericordia como rostro del Padre. Su estilo pastoral, marcado por la escucha, la cercanía y el servicio, seguirá siendo brújula para los nuevos tiempos. Y, sobre todo, su ejemplo de vida nos invita a confiar con audacia, a abrir las puertas cerradas por el miedo, a dejarnos transformar por el amor de Cristo.

Tal vez sea ahora, en su ausencia física, cuando más sentimos su presencia espiritual. No estamos huérfanos. El ejemplo de Francisco sigue moviendo el ánimo de nuestras comunidades que a veces están paralizadas por el miedo o la rutina. Nos muestra las llagas del mundo, nos habla al corazón, nos recuerda que el Evangelio sigue siendo una fuerza de vida.

La mejor manera de honrar su memoria no es quedarnos en la nostalgia, sino seguir andando. No dejar que su testimonio se archive en un museo, sino que inspire nuestras decisiones cotidianas. Seguir saliendo, como él nos pidió, hacia las periferias, hacia los descartados, hacia los que necesitan que les digan: “No estás solo, Dios te ama”.

Gracias, querido Francisco, por haber sido puente, profeta, sembrador de paz. Gracias por habernos recordado que la ternura no es debilidad, que la verdad no necesita gritar, que la Iglesia puede ser madre y hospital de campaña. Hoy cerramos el cajón con dolor, pero también con gratitud. Tu vida ha dejado una huella imborrable. Tu partida nos sacude, pero no nos deja vacíos.

Porque lo que se vive desde el amor, nunca muere del todo. Hasta siempre, Papa Francisco. Ruega por nosotros.

Este Domingo de la Misericordia es una invitación a dejarnos alcanzar por la Vida Nueva de Jesús, a tocar sus llagas gloriosas en los pobres, en los enfermos, en los que sufren. A volver a la comunidad si nos habíamos alejado. A dejarnos llenar por su Espíritu para vivir como testigos de su amor.

 
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