El recuerdo del profesor José Luis Pereyra al cumplirse un nuevo aniversario del fallecimiento de Juan Domingo Perón.
Así se llamaba: Juan Servando Pereyra. Sus nombres marcaron el destino del abuelo. Juan: porque fue un hombre común, anónimo, como Juan Pueblo, o como el de su líder, tantos años exiliado y proscripto; Servando: el que sirve, el sirviente, pues siempre, hasta que le llegó la jubilación, había trabajado como mayordomo en casa del director del Frigorífico Gualeguaychú.
Su discreción y lealtad eran proverbiales: “¿No sabe si el jefe está en casa, don Servando?” ─preguntaba algún capataz o encargado de sección─ “No lo he visto, señor.” “¿Está seguro? Me pareció verlo entrar hace un momento y debo hablar urgentemente con él” ─insistía el otro─. “No, señor, no ha entrado y estuve aquí, podando, desde muy temprano.” Mi abuelo mostraba al impertinente sus tijeras, bajaba la vista, volvía al prolijo cercado de grataegus y daba por terminada la conversación. El director había dicho: “Necesito descansar, Pereyra. Que nadie me moleste.” Y la siesta del patrón era sagrada.
Los abuelos de antes no eran tan cariñosos como los de ahora. Ellos preferían el respeto antes que el afecto. No recuerdo una caricia ni un beso ni una palabra amable por parte del abuelo. Para ser honesto, tampoco me viene a la memoria que haya sido agresivo o violento. Daba la impresión que, para él, los nietos no existíamos. Los niños respondíamos con justiciera reciprocidad. Sin embargo, la noche del primero de julio de 1974, tuvo un pequeño gesto hacia mí, me dedicó un poco de atención y entonces yo pude verlo “de otra manera”.
Miles de hombres y mujeres caminaban hacia el Frigorífico que los convocaba con el ulular de sus sirenas. Marchaban en silencio portando velas con cartones para protegerles las manos de la cera derretida. En Pellegrini y las vías, encontré al abuelo entre la multitud. Quise saludarlo, pero me contuve. Además de lágrimas, en su rostro había algo tan grave y triste, que desistí del intento. Una señora extendió una vela y la tomé. El abuelo se inclinó para encenderla con la llamita de la suya. Fue todo un símbolo. Me uní, casi sin pensarlo, a la multitud doliente y callada. Me faltaban tres meses para cumplir catorce años.
Esa tarde había fallecido Juan Domingo Perón. Veinticinco años atrás, Perón dignificó el trabajo del abuelo, aliviándole la pesada carga de sus nombres. Posiblemente sea un tributo hacia Juan Servando el hecho de que yo, tantos años después, aún siga caminando con esa llamita encendida en el corazón.
*José Luis Pereyra.
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