El argentino perdió la dorada pero el nivel de su tenis vale mucho más que la plateada que se colgó. En la Villa Olímpica y en las tribunas vibraron con su tenis.
El oro le pertenece a Andy Murray. Pero el oro también es de Juan Martín Del Potro. Y existe una sencilla razón para explicarlo: al cabo, son dos cracks y dos campeones de un deporte que reúne en partes iguales las mismas y altas dosis de talento y de mente.
No hay empate en el tenis pero desde ayer debería instaurarse ese resultado. No hay reparto equitativo pero aquí no se puede afirmar que uno ganó y que el otro perdió. Aunque, en el análisis más profundo, seguramente el que salió más favorecido de Río de Janeiro fue el argentino. Porque lo suyo fue épico en un momento en el que todavía está saliendo de las incógnitas. Porque lo suyo fue enorme en un tiempo en el que las inseguridades aún lo asaltan. Y porque lo suyo, en definitiva, fue de un nivel extraordinario, de una jerarquía que hacía mucho tiempo no mostraba.
En esta hora de emociones tan profundas nadie debe olvidarse de la consagración de Paula Pareto. Y tampoco de lo que generan Ginóbili, Nocioni, Scola y compañía con su brillo inoxidable, de las ilusiones que despiertan el voleibol y el hockey y de las esperanzas que se abren con Germán Chiaraviglio, Alberto Melián o Santiago Lange y Cecilia Carranza Saroli. Pero lo que nació aquí con Del Potro desde su debut fue magnífico. Movilizó. Sacudió. Estremeció. Vibró e hizo vibrar a todos. En Río, en Tandil y en cada rincón de Argentina.
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